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G.O.

lunes, febrero 09, 2009

ASI INICIABA...


Ayer me encontré con un amigo con el que había estado distanciado. El escenario fue el piso dos (¿o segundo piso?) a una cuadra de Vallarta, a un costado del edificio administrativo de la UdeG. La conversación, en algún punto, giró entorno al éxito , los golpes de suerte, las oportunidades, etc. C. se empeñaba en explicarme sus ideas al respecto que finalmente no me quedaron muy claras. Cuestión de cervezas, supongo.
Al llegar a las oficinas recuerdo que la novela que estaba estoy estuviese estube estaré escribiendo comenzaba precisamente con algo que tiene que ver con esto de los "golpes de suerte" o algo por el estilo. Se trata del inicio de la novela, o de lo que era el inicio, ya que entre tantos borrones y cuentas nuevas, correcciones, arrepentimientos y replanteamientos, ha terminado por iniciar de otra forma que pudiera ser más desafortunada, pero en fin. Corto y pego. Salud, C!
Uno jamás sabe cuándo, por algún error, la suerte o el azar o la conjunción de ambas, cambiará tu vida para siempre. Sabemos o imaginamos o creemos intuir que las cosas maravillosas o las realmente malas no pueden sucederle a todas las personas, sino a un reducidisimo grupo tocado por la (des)gracia; o a muchas, pero siempre a otras. La suerte, o lo que se dice un golpe de suerte, jamás está de nuestra parte, jamás, pero en serio jamás. El que gana la lotería o conquista a la muchacha de la que todos estaban enamorados en la facultad, el que recibe una bala perdida en un tiroteo o le dan las buenas cartas en el poker, el que aún escéptico apuesta al caballo quince y logra salir con una fortuna del hipódromo, siempre es otro. No sé si lo han notado: siempre es otro. Todas estas cosas y muchas otras le suceden siempre a un amigo de un amigo, a alguien que apenas conocemos por su nombre y a veces ni siquiera por su nombre. Escuche que tal, supe que tal. Se trata, en el fondo, de una situación de vulgar estadística. Vamos, de una ley: Si hay un premio en la lotería y tantos miles de de jugadores... ¿Ahora se entiende? Bueno, yo me quiero entender con los novecientos noventa y nueve personas que no ganaron. Para que nosotros hubiésemos ganado ese premio debimos ser esa otra persona, pero para ser esa otra personas debimos no ser nosotros. Bueno ya se entiende, ya se entiende. Finalmente los que mueren siempre son los otros. Esto lo asumí a una edad muy temprana y pude constatarlo en aquellos días asoleados de fútbol, ya que no era mi torpeza o la falta de hambre de triunfo (como lo aseguraba mi profesor de Deporte) lo que me impedía meter la bola entre las redes. Yo tenía todo eso al menos en un grado suficiente si no para ser el goleador de la temporada sí para hacer menos penosas mis derrotas y mis humillaciones, y sin embargo ya para entonces sospechaba que me faltaba algo fundamental que sí tenían un amigo de un amigo, y era solamente estar en el lugar preciso para hacer lo mío, ni un paso más o un paso menos de aquel punto en donde solo faltaba la decisión de patear el balón, y a veces ni siquiera faltaba la decisión, bastaba con tener el mero instinto de patearlo para que el maldito balón terminara entre las redes y tú arriba de los hombros de tus compañeros. Yo, nuca, pero nunca metí un gol. Bueno, en cascaritas sí. Pero digamos en un partido mínimamente importante, jamás. Al menos no lo recuerdo. En cambio sí me recuerdo llegando a las canchas de fútbol y retirándome de ellas con el uniforme hecho una mierda; primero frenético por que iba a empezar el partido, diciéndome que sí, que haría todo lo que estaba en mis manos (aunque tuviera que usarlas) y en mis pies para hacer una hazaña o algo medianamente loable y, después, cabizbajo, pensando o sintiendo en toda la conciencia y el corazón los veros de Sabina: “otra vez volví a perder el partido sin tocar el balón” pero convencidisimo (esto lo pensaba en las regaderas) de que solo faltaba un golpe de suerte y ni siquiera tan grande para meter el gol que nunca llegó. Como tampoco llegaron otras cosas mucho tiempo después. La vida, estoy hablando de la mía, tiene esa vaguedad y esa continuidad soñolienta en la que difícilmente se podría distinguir los momentos coyunturales de los irrelevantes. Esos giros...vamos, esos giros imprevistos del destino, todo eso no me pasa. Y si las cosas que nos pasan no cambian el transcurso de nuestra vida aunque sea en un grado mínimo, se podría decir que realmente, en rigor, no nos pasan. En lo que a mi respecta, siempre he tenido una enorme dificultad para encontrar esos momentos, como diría Azua, esos momentos decisivos; importantísimos y transcendentales, esos giros en que ya no se puede ser el mismo y no se puede regresar y en los que, por así decirlo, se empieza algo nuevo. Hace algunos años pensé que uno de estos puntos había llegado con la publicación de mi primera novela: Retrato de niña porno. Pensé que mi situación de escritor anónimo y bien pensante pasaría radicalmente a ser la de un escritor medianamente maldito, modestamente odiado (en aquel entonces, estaba convencido de que un escritor autentico desea más el desprecio que la aceptación de la sociedad) Pero la realidad es que en el transcurso de los años que siguieron apenas sucedió algo importante; todo lo contrario: la novela vino a corroborar mi transparencia como ser humano y como escritor. Algo muy en el fondo de mi me dijo que podía publicar una novela, incluso una docena, eso no tenía importancia , no importaba para nada: no sería alguien notable. Sería para siempre un transparente. Veo que utilice esta palabra demasiado pronto, pero ahora que lo he hecho, quiero detenerme un poco en este asunto de la transparencia ya que es sumamente importante, o no tanto, quién sabe. Cuando vas caminando por la calle hay un determinado número de personas que aparecen frente a ti: chocas con ellos, los evitas, a veces mueves el hombro un poco para no rozarte con ellos, ves a una mujer rubia, a un tipo de apariencia sospechosa, etc; pero la gran mayoría, la inmensa gran mayoría, son personas en las que difícilmente podrás reparar. Sus cuerpos se confunden con el entorno y constituyen una semi presencia. Se trata de personas que estan allí sin estarlo; caminan como fantasmas, ignorando que sus rostros y sus personalidades pasan desapercibidas, por que son imperceptibles para la mirada común, ya que no tienen ninguna cualidad que los haga ser minimamente llamativos. Eso: no llaman a la mirada, estan allí como agujeros negros, y si por algún milagro o azar alguien se fija en ellos, suele ser por un brevísimo instante que ya después la memoria desplazará sin ningún miramiento convirtiéndolos en un dato irrelevante y luego en nada; son pues, transparentes en el sentido más exacto de la palabra, minuciosos parpadeos de luz en una ciudad cegada por el espectaculo y la abundancia. Yo, por ejemplo, soy un transparente la mayoría del tiempo. Cuando presente mi libro en una pequeña pero curiosa sala de hotel en Polanco, me tomé la libertad de llegar con una hora de anticipación para repasar mis notas y hacer correcciones de última hora. Me senté en primera fila y comencé a subrayar algunas ideas que no quería olvidar; las luces, de repente, se apagaron. Al volverme vi que la puerta principal estaba cerrándose pero pude reaccionar antes de que se cerrara por completo y dije un “hola” o un “buenas noches” o un “ehhh” Casi al instante volvió la luz y apareció una mujer de unos treinta años de edad, algo desaliñada, más bien bajita. Se desprendió del oídos unos diminutos audífonos: disculpe, no lo vi. A eso me refiero: transparente. No voy a negar que la empleada del hotel podía estar absorta en su música espantosa de Reggeaton, que su sonambulismo propiciaba mi transparencia, pero ultimadamente ¿quién no vive distraído en estas ciudades? Me refiero a esa profunda distracción que nos desconecta y nos aísla, a eso me refiero: sonámbulos y transparentes, bonito mundo. Esas palabras dolorosisimas de “perdón, no lo vi” “disculpe, ¿qué dijo?” etc, las habría de escuchar innumerables veces en una gran cantidad de contextos y dichas por una gran cantidad de personas. No me quiero poner de modo en el diván, pero si mal no lo recuerdo, mi madre, cuya transparencia encajaba perfectamente bien con el sonambulismo de mi padre, también llegó a poner dos platos sobre la mesa, y no tres, como debía. Perdón, hijo, no sabía que estabas en casa ¿Qué me hacía un transparente? Mi cuerpo, mi rostro, mi vestimenta, mis actitudes, mi personalidad, etc. En estas circunstancias ya puede irse comprendiendo por qué la fama comenzó a parecerme algo misterioso, una experiencia divina y extrema; inaccesible también. Precisamente mi vocación- ¿Se podría decir así?¿Mi vocación? -por la escritura se originó por de esta ausencia de hechos coyunturales y por otra parte, en menor grado, para cambiar mi destino de transparente. Nada me sucedía o al menos nada interesante o digno de contarse, y por eso mismo, por ser insípido e inútil, por carecer de toda importancia y ser banal y efímero, había que contarlo para que fuese importante aunque terminara por mentir y tergiversar o crearme un alter ego con una vida de falsario. Ni modo. De forma inversa, veía inútil que alguien contase algún hecho interesante que le hubiese sucedido ¿No le bastaba con vivirlo? ¿No era eso realmente suficiente? Mi primer libro tratò de un futbolista. Y sì metìa goles.

Pero miento. El poeta es un mentiroso, dijo Pessoa y dijeron otros tantos. Sí me han pasado cosas. Me casé con Liliet, una joven transparente que traducía libros de otros escritores transparentes de países más o menos transparentes del centro de Europa. Escribí por aquellas fechas Un año con Amelie, y luego le siguieron la orquesta de las mujeres y Varsovia mía, y escribí aunque no publiqué el poemario visto de atrás y de frente. Falleció un amigo poeta a quien tampoco le sucedían muchas cosas pero que finalmente le sucedió esa: morirse. Me ofrecieron un puesto como profesor adjunto en Oxford, al parecer un académico importante había leído uno de mis libros con entusiasmo, y me sucedió rechazarlo para escribir otra novela que también me sucedió, es decir, que también escribí, y con la que por fin logre existir en el mundo y cambiar mi cualidad de transparencia: Los hijos de Larry, aunque debo decirlo, me sucedió también el rechazo de mi editor y la enemistad subsiguiente con él y con un circulo de colegas noveles que le demostraron una fidelidad tan necia como absoluta; por estas fechas, me reencontré también con Alejandro Bosco, un inteligente compañero de la universidad que se había transformado en un reputado agente literario a una edad muy temprana, pues no tendría más de treinta y un años cuando ya había fundado su propia agencia de representación después de haber trabajado para otras importantes. También por estas fechas estaba tramitando el divorcio con Liliet, que no hacía otra cosa que seguir despareciendo en su transparencia, y con la que ya no tenía nada en común ni nada de qué hablar. En dos años la había perdido (¿Se puede decir así?) y me parecía que ya no hablamos el mismo idioma; esta es una afirmación un tanto literal: me daba la impresión de que estaba tan inmersa en sus traducciones, que pensaba en ese retorcido lenguaje escandinavo del que no veo cómo puede originarse un pensamiento claro y distinto. Fueron dos años en los que me sucedieron cosas, por fin. Pero lo que verdaderamente me sucedió, en cuyo eje gira el peso de toda mi vida, inicia con esa llamada que recibí en mi viejo apartamento cuando ofrecía una pequeña fiesta para mi amigo Gonzálo, que había publicado un ensayo sobre Enrique-Vila Matas y Roberto Bolaño. Allí, en ese punto, comienza a suceder al menos lo que quiero contar.

A. Paciano

1 comentario:

Carlos Delgadillo dijo...

Y sucedió lo que queremos leer, Paciano...


Parece interesante, aunque confieso que más el primer, y extraordinariamente largo, párrafo.