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G.O.

domingo, julio 20, 2008

Llamadas telefónicas.




Miquel colgó del teléfono y espero a que terminara de pasar el camión para volver a marcar. Era una zona de la ciudad particularmente ruidosa. Circulaban numerosos automóviles y rutas de transporte público, además salía ruido de los establecimientos de los alrededores, como el café Gallegos, que era justo de donde venía Miquel. Se tapo la oreja izquierda con el dedo índice y volvió a marcar un numero sobre el tablero. Sabía que la dirección era más o menos así: 36, 46, 56, 03. Pero no estaba seguro. El último número podía ser 4 pero también 7; podía ser cualquiera. A esas alturas era imposible saberlo. Veía un 3 al principio, de eso estaba casi seguro, de hecho, definitivamente era un 3. El 5, en cambio, era un dudoso dígito. Podía ser un 6 en vez de un 5. Después de todo la letra que más o menos recordaba iba a mano escrita, ya casi tirando a firma o garabato; una letra que iba más en la mano de una cincuentona que en una mujer joven y guapa como Claudia. Cambió el 5 por el 6 y espero en vano a que alguien contestara. Colgó y marcó de nuevo. Contestó una voz masculina que le dijo, un poco desganado, que allí no era, estaba equivocado. Invirtió los últimos dos números, luego los penúltimos: nada. A lo largo del día había intentado decenas de direcciones, pero el resultado había sido el mismo: teléfonos ocupados, negativas, contestadoras lacónicas; incluso había marcado a una agencia de viajes y a una fabrica de ventas de computadoras al mayoreo. Estaba cansado. Se maldijo una vez más por no haber apuntado el número en el celular o en la agenda. Sabe por qué no lo hizo. Por decidía. Ni modo. Era imperdonable pero ni modo. Ahora tenía que recordar la dirección u olvidarse de ella. Intentó imaginar la servilleta en sus manos y leer las difíciles líneas, las imposibles líneas. Días antes la desesperación le llevo a dudar incluso del nombre de Claudia. Podía llamarse Carmen o Karla y hasta Cloe. Esa conjetura era más probable si consideraba que los dos habían estado tomando whisky y cerveza. Estaban ebrios. Más él que ella. Apenas podían entenderse entre los gritos y las conversaciones de a lado, con esa música altísima que les había obligado a hablarse muy de cerca y, mal o bien, practicar un lenguaje inútil de murmullos y malos entendidos, hasta que decidieron abrir uno nuevo compuesto de caricias y miradas y besos. Sentía el calor de una boca entrando en su oído, casi escuchaba el nombre, esas dos silabas húmedas. Pero luego el calor bajaba por su cuello y lo que había comenzado por ser una palabra se convertía pronto en un beso detrás de la oreja o en el cuello.
Pensó que lo mejor sería ir al bar. Ya había pero ya no se le ocurrían otras alternativas. Allí debía esperarla o preguntarle de nuevo al Bar man si no había visto a una mujer más o menos así, creo que alta, de ojos no sé, de cabello sabe cómo, vestida de falda o pantalón (sus manos recordaban más bien un pantalón pero quién sabe) El bar quedaba algo lejos, por la zona Chapultepec, pero ¿Qué otra le quedaba? Estaba cansado de luchar contra el olvido, de pensar que en alguna parte de su cerebro estaba la dichosa cifra, la reputisima cifra. Durante los primeros días fue optimista de una manera un tanto literaria, es decir, de la peor forma en que se puede ser optimista: un recuerdo de algo, de cualquier cosa, lo llevaría a otro recuerdo más relevante, y ese, hacia otro casi revelador. Un aroma tendería un puente hacia una melodía, y esa melodía lo llevaría directo hacia una palabra, y esa palabra hacia un silencio, luego vendría por ejemplo la insinuación de un perfume, y luego ya, ahora sí: un número, y ese número al siguiente, y ese al otro. Esas cosas pasaban todo el tiempo en la novela de Proust. Por otra parte, según Freud, ninguna sensación que haya estado en la psique podía borrarse y desaparecer por completo, y no solo eso: era posible recordar cualquier palabra, cualquier evento; cualquier cosa por insignificante que haya sido. Algo así decía el jodido Freud. Y si eso era cierto, entonces por allí debía estar el número. Sabe dónde. Pero allí estaba, transformándose en el interior de su mente, convirtiéndose en pájaros, en huellas, en mapas, en jeroglíficos. Había practicado incluso una metodología absurda que consistía en sustituir las cifras de una serie de números proporcionados por su conjetura. De esta forma el azar o el tiempo lo llevarían tarde o temprano a la cifra correcta. Para esto había escrito en su cuaderno de estudios poéticos la siguiente lista:
Número esqueleto : 36 _5 _8 46
Derivaciones : 36 15 18 46
36 25 28 46
36 35 38 46
36 45 48 46 .
etc.....
E iba tachando los errados. O sea que iba tachando todos. La paciencia se le terminaba. De hecho se le terminó en ese momento que se dirigía a su departamento de estudiante pobre.
Se metió una vez más a una cabina de teléfono, pero estaba vez marcó el número del amigo que lo había acompañado en aquella noche vaga.
--Hey, diga.
--¿Paco?
--Miquel aló ¿Cómo estamos?
--La reputisima que no te creo que no recuerdas a la mujer del bar.
Miquel escuchó una risa y luego a la distancia la voz de Julia.
--No te rías, cabron. Estoy hecho un carajo.
--Tu lo que necesitas es una buena paja, me cae. Pero una paja, paja.
--No mames ¿Qué vas a hacer al rato?
--Voy a cenar , guey.
--¿Nos aventamos un café o qué?
--Guey, la neta que no me voy a pasar toda la noche buscando a tu mujer misteriosa como la otra vez.
--No mames. Te digo que solo un café.
Julia dijo algo. Un bebe lloró al fondo de la casa.
Paco tapó la bocina con la mano y Miquel escuchó un silencio sofocado. Espero impaciente. Luego volvió la voz de Paco que decía:
--Pues si me aguantas a cenar te llego más tarde, dime en dónde.
--Ya te la sabes. En el Gallego.
--Simon, allí te veo.
Miquel se metió en el gallegos. Vio las pequeñas gotas de agua que bajan por el cristal. Pidió un café express y se puso a beberlo sin ganas. Pasaron un par de horas y Paco no llegaba. Finalmente le llegó un mensaje al celular donde le decía que estaba lloviendo a cantaros por su casa, que Julia se había molestado y la niña y otros pretextos, total: no iría. Miquel abrió el cuaderno para revisar los números tachados y por casualidad encontró un poema de José Hierro que había copiado en cierta ocasión. Pero no lo había copiado todo. Solo los últimos párrafos:

Borra de tu memoria
este número de teléfono.
2-6-8-1-4-5-6.
Táchalo en tu agenda.
Si ahora marcaras este número que no puede escucharte,
nadie respondería. Este número sordomudo: 2-6-8-1-4-5-6.
Borra, olvídalo, tacha este número muerto:
es uno más, aunque fue único.

¿Y si él había hecho eso ? pensó, y ¿Si él mismo había querido olvidar esos números? ¿Y si eran esos números del poema de José Hierro? Pero entonces ¿A la realidad le gustaban las bromas? Buscó en vano la fecha en que había transcrito el poema. Salió del café. Todavía llovía pero ya no tanto. Entró a una cabina. Le marcó a José. Timbró tres veces y se desató en el interior del auricular un pequeño infierno estridente.
--Qué pasó, Miquel—dijo José.
--Hola, me escuchas?
--Qué onda, Miquel
--¿Me oyes?
--¿Sí me escuchas?
--No oigo ni madres.
--Oye, tu apuntaste en mi libreta un poema?
--Puto desmadre que no te escucho. Mandame un mensaje.
--¿Cómo?
--¿Qué pasó? Estoy aquí en un antro, guey.
--Que si tu escribiste un poema en mi libreta.
--Guey no mames, mandame un mensaje no te escucho nada.
José colgó. Miquel también. Pensó que lo mejor era regresar al departamento. El desorden de la sala lo recibió plácidamente. Olía a paredes y humedad, a ropa sucia. Se tendió de espaldas sobre la cama y se quedó dormido. Al día siguiente hizo nada más diez llamadas. Volvió al bar pero se aburrió más rápido que otras veces. Al segundo día hizo cinco llamadas, y mantuvo esa esperanza hasta el quinto día. Olvidó o casi olvidó el poema de hierro. Dos semanas después sintió que la amaba con dolor. Se sentó en la barra durante horas, esperando, intentando recordar la dirección, pero ya pocas veces se atrevió a marcar un número. A finales del año hizo una llamada, prometiéndose que sería la última. Tomó el teléfono y marcó el 2, luego el 6, dudo un poco en pasar a la siguiente cifra, pero un sentimiento de derrota más que de una posible victoria, le dio valor para marcar el 8, y enseguida presiono el 1, pasando inmediatamente al 4, luego al 5, finalmente y después de otra pausa, presionó el 6. El teléfono timbró. Espero. Estuvo a punto de colgar pero espero. Algo, no supo qué, perdió para siempre cuando escuchó una voz masculina. Allí no vivía ninguna Claudia.
A. Paciano © 2005.

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